En el año 2009 se acentuaron en Nicaragua tres tendencias que han marcado la gestión gubernamental del Presidente Daniel Ortega, desde que su partido –el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN)– regresara al poder en enero del 2007: la erosión de la frágil institucionalidad democrática que se estableció después del colapso del experimento revolucionario sandinista de la década de los 80; la fragmentación y polarización de la sociedad nicaragüense; y la creciente dependencia económica y política del gobierno de Nicaragua con relación al gobierno de Hugo Chávez y al proyecto de integración regional conocido como la Alternativa Bolivariana para las Américas (ALBA). Estas tres tendencias tienen una misma raíz: el supuesto –repetidamente declarado por Ortega y sus seguidores– de que el triunfo electoral del FSLN en noviembre del 2006 representó el inicio de la segunda fase de la Revolución Sandinista que triunfó en 1979 y se derrumbó con la derrota del FSLN en las elecciones de 1990.